Hoy he matado
Nos acercamos al momento crucial, pero el frío me mantiene la piel seca. En mi mano blande la madera del cuchillo. No es la primera vez que se usa, el paso del tiempo ha creado una rugosidad sobre el nogal que impide que mi mano resbale al apretar. El cuchillo no titubeará, yo tampoco. La hoja está perfectamente afilada, su brillo lo delata. Todo está preparado. La punta hace contacto sobre el cuello del cordero. Su piel se tensa hacia dentro, su respiración se acelera. ¿Será consciente de lo que se avecina?
Este momento me recuerda a la escena del comienzo de Matchpoint, de Woody Allen; esos momentos del tenis en los que la pelota toca la red y sale hacia arriba, puede caer hacia un lado u otro de la pista. Es un momento de impás en el que todo puede cambiar. ¿Qué hago? ¿Sigo presionando y acabo con la vida del animal cuya respiración trato de acalmar o me retiro para criarlo durante más mañanas frías y húmedas? Tengo un encargo.
Sin excesiva violencia pero con astuta precisión, aumento la presión con un movimiento fuerte y seco. La punta del puñal se abre paso y lo primero que noto es el incremento de su fuerza en su intento de escapar, pero la piel se ha abierto y el cuchillo se desliza como si se tratase de mantequilla caliente. ¿Tan frágiles somos? Veo la sangre brotar, primero sobre la hoja, después en mi mano. No habrá redención para mí. La pelota cayó en su lado de la pista, no hay vuelta atrás. Ahora sí, con violencia aprieto y retuerzo el cuchillo para acelerar su final. Me resulta paradójico esos momentos en los que ejercer brutalidad es un acto de benevolencia para con la criatura que tengo entre mis manos. Cuanto más esfuerzo hace por liberarse, más rápido se vaciará su cuerpo de vida.
Mi muñeca nota el color de la sangre que ya sale a borbotones avisando de que ya puedo retirar el cuchillo. No sé dónde lo poso pero su imagen completamente teñido de rojo no se me olvidará en unos días. Vuelvo a centrarme en mi pobre cordero que aún pelea creyendo que puede ganar esta batalla. Sus músculos se tensionan ante la falta de oxígeno. No para de moverse salpicando de sangre todo a su alrededor, rocía con el símbolo de su lucha nuestra vergüenza de sacrificar a un ser indefenso. Apenas ha vivido unos días y sus ojos ya se están apagando, mientras su mirada queda fijada en un abismo de incomprensión.
Llega la calma y comienza el otro ritual. El pedido no es de un animal muerto, sino de carne de cordero para hacer un buen asado, todavía hay distancia entre ambos. El silencio sepulcral es interrumpido por el sonido del cuchillo rasgando la piel del animal. La panza queda abierta, emanando de ella una cortina de humo que pronto se confundirá con la niebla del día. Siento el calor de su vida y como abandona su cuerpo. El silencio cada vez es más frío.
Una vez abierto en canal es hora de vaciar las vísceras. Todo está conectado, por lo que procuro hacer el corte preciso para desarmar todo el sistema digestivo y aledaños en un simple manojo. Busco los tesoros con los que mi madre hará nuestra asadurilla favorita. Pulmones, corazón, hígado sin hiel. El resto será deshechado.
El siguiente paso será desvetir el cuerpo separando su piel lanosa del músculo desnudo. Parece salvaje, pero ha de realizarse con la suavidad y elegancia con que se baila un tango. El cuhillo ha de buscar las comisuras entre los tejidos, y un paño ayudará a extender la distancia entre ambos. Comisura a comisura, curva a curva, se busca extraer la piel de una sola pieza, respetar el cadáver que está ante mí. El baile culmina al llegar a las pezuñas, quienes han de irse con la lana. Está desnudo y más cerca de ser carne.
El horno de casa tiene un tamaño, por lo que el machete tiene que empezar a trabajar. Mientras sujeto el cuerpo con mi mano izquierda, la repentina ausencia de calor del animal me hace olvidar que hace unos minutos había un cordero con vida bajo mis manos. Marco donde quiero que el machete caiga y levanto mi brazo derecho hasta que la gravedad y un movimiento seco sean suficientes para quebrar el hueso. Un fallo en el corte y los comensales verán un animal que ha sido brutalmente descuartizado en lugar de un delicioso manjar, por lo que me concentro para ser preciso. ¡Pam! El machete encuentra la madera tras sobrepasar carne y hueso. El sonido del golpe vibra en mi esternón, será el diapasón del ritmo a seguir durante los próximos minutos, hasta que la bandeja quede llena de trozos de carne. Tenía una misión, aunque nadie querrá saber de ella.
En unas horas todos acudirán a la mesa. El aroma de carne asada amansará a las fieras. Habrá conversaciones triviales, disputas sin importancia y quejas sobre qué trozo preferir. Observo en mutismo como un espectador de teatro, mientras me vuelven recuerdos del cordero que, indefenso, tuve entre mis manos. Recuerdo la sangre deslizándosse por el cuchillo, el frío del aire, el calor de su cuerpo.
La sangre me conduce al vino. Lleno mi copa y brindo en silencio conmigo mismo: ¡Por los que no quieren recordar lo que hacen pero aún así volverán a hacerlo!


